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Una ley para el destino final de los objetos

“Polvo eres y en polvo te convertirás ”

Génesis 3;19

 

Hoy en día cualquier persona en el mundo puede fabricar un producto en cualquier cantidad sin preocuparse de lo que va a suceder con el una vez que finalice su vida útil.

Hoy en día cualquiera de nosotros toma algo que ya no nos sirve y lo depositamos “higiénica y educadamente” en el basurero desentendiéndonos de lo que sucederá con aquello en los días, años o siglos por venir.

No existe ley alguna que condicione su fabricación reglamentando su destino final. Cuando un producto ha sido utilizado y ya no sirve más, simplemente se manda a la basura, sinónimo de que se llevará revuelto a un tiradero cercano a la ciudad creando un foco de contaminación de la atmósfera y el subsuelo. Una gran cantidad de estos materiales, principalmente plásticos terminan en el océano impactando negativamente aves, peces y eventualmente nuestra misma especie.

La obligación de recoger y disponer de todo este material inservible no es de quien lo produce ni de quien lo utiliza y lo descarta, sino de los municipios, quienes tienen que lidiar con la recolección y el manejo de todo este montón de “desechos” que irresponsablemente se fabrican y de forma igualmente irresponsable se compran y se descartan.

Si observamos el ciclo de la vida de todo lo que la naturaleza produce, veremos que sin excepción se ajusta a una ley universal que podría leerse como: “Una vez que termine su vida útil deberá descomponerse rápidamente para reintegrarse a la tierra y servir de alimento para preservar el ciclo eterno de la vida en el planeta”.

Debido al impacto de la Obsolescencia Programada, la vida útil de los productos que fabricamos hoy en día es cada vez más efímera, su paso de la fábrica al basurero es sumamente breve, todo lo que se produce es desechable, desde los miles de millones de vasos, platos, cubiertos, charolas, bolsas, contenedores, popotes, pañales, tapas y botellas que en cuestión de minutos se tornan inservibles hasta los sofisticados artefactos mecánicos y electrónicos que tanto nos sorprenden, todos por igual van a parar a los tiraderos en los que su descomposición tomará cientos de años y, una vez degradados, lejos de servir de alimento para preservar el ciclo eterno de la vida, ensuciarán el cielo, la tierra, los ríos y los mares envenenando cuanto toquen poniendo en riesgo la vida en el planeta y por ende nuestra propia sobrevivencia.

Probablemente suene descabellado o futurista el proponer ahora una iniciativa que eventualmente derive en una ley que contemple la responsabilidad sobre el destino final del producto como algo a ser obligatoriamente tomado en cuenta desde los inicios de su diseño; que observe como algo imprescindible los sistemas de recolección, reciclado, degradación y reintegración al ecosistema de sus componentes una vez que haya concluido su vida útil y que nos permitan acercarnos a imitar a la naturaleza en donde nada sobra, nada se desperdicia y todo gira en torno a un ciclo en donde la muerte es parte del proceso y su desintegración y ulterior reintegración al ciclo perpetuo de la vida es algo natural y sabiamente sustentable.

Las señales no pueden ser más claras, el creciente y monumental tiradero que estamos dejando a nuestro paso de la mano de un sistema económico y ecológicamente suicida que se sustenta en el crecimiento infinito de la producción de objetos a ser descartados en el menor tiempo posible debiera ser suficiente para movernos a la reflexión y, de ahí a la acción.

Todos somos cómplices de este crimen. Por obligación o por convicción es imprescindible que cuanto antes comencemos como consumidores a decirle no a los productos desechables efímeros, inútiles y contaminantes y ser selectivos en lo que usamos y compramos, y como fabricantes a involucrarnos desde el diseño de los productos preguntándonos siempre: ¿qué va ser de esto y como vamos a disponer de él una vez que ya no sea de utilidad?

Javier Hinojosa

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