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Programados para no servir

“Quien crea que un crecimiento ilimitado es compatible con un planeta limitado, está loco o es un economista”

Serge Latouche, profesor de economía de la Universidad de París

 

Antes de 1880 el alumbrado funcionaba con mecheros de gas a través de extensas redes de tuberías que llegaban a las calles y los hogares. En 1881 Thomas A. Edison produce una bombilla eléctrica comercial de 16 watts con un bulbo al vacío y un filamento de alta resistencia que funcionaba sin problemas durante 1,500 horas. Termina la época de los mecheros y nace entonces una nueva época y un nuevo y exitoso producto seguido de una feroz competencia por ver quien puede producir bombillas que duren más tiempo prendidas, siendo el récord una bombilla que se instaló en 1901, en el parque de bomberos de Livermore (California), que sigue funcionando hasta la fecha y que en junio de este año cumplió su primer millón de horas. (1)

Ya en 1924 las fábricas garantizaban duraciones de 2,500 horas. Fue en la navidad de ese año cuando en Ginebra Suiza se reunieron en secreto los principales fabricantes de bombillas con un plan: crear el primer cártel mundial para repartirse e incrementar este jugoso y cautivo mercado reduciendo técnicamente su vida útil a tan solo mil horas, obligando de esta forma a los consumidores a comprarlas con mayor frecuencia. Para 1940 (60 años después de la primera bombilla de Edison de 1,500 horas) todos los fabricantes ya se habían “estandarizado” en mil horas y desde entonces todos los focos incandescentes que se venden en el mundo, hasta el que compramos la tienda el día de hoy, tienen esta duración.

Aunque en 1942 el gobierno de los Estados Unidos demandó a General Electric y otros fabricantes acusándolos de competencia desleal, de fijar precios y de reducir deliberadamente la vida útil de las bombillas, después de 11 años de litigio el tribunal dictó una tímida sentencia prohibiéndoles limitar la vida útil de las bombillas, cosa que en la práctica nunca sucedió. Cabe mencionar que durante las décadas siguientes se patentaron docenas de bombillas de larga vida, algunas con duraciones garantizadas por más de 100mil horas, que extrañamente nunca llegaron a comercializarse.

En 1913, Henry Ford ya producía en serie su famoso modelo T color negro dentro de una exitosa estrategia de modelo único que le permitió que en los 20's, la mitad de todos los autos del mundo fueran Ford, un vehículo funcional y duradero que permaneció sin cambios durante 20 años, cuyas refacciones eran estándar, económicas y fáciles de conseguir y que solía pasar de una generación a otra funcionando sin problemas. General Motors, comandado por Alfred Sloan propone una estrategia diferente: la del modelo anual, con vehículos menos fiables, duraderos y funcionales que el Ford T, pero de mejor diseño, ofrecidos a un menor precio en una amplia variedad de tamaños, formas, modelos y colores, con el objetivo de que los consumidores cambiaran de coche cada 3 años.

En 1940, la compañía Dupont produce el nailon, una revolucionaria fibra sintética, un producto sumamente resistente con el que empiezan a fabricar medias para dama que nunca se “corren”, un éxito instantáneo entre las mujeres; sin embargo, fugaz fue su gozo, ya que muy pronto instruye a sus ingenieros para que degraden la fibra a fin de que las medias no duren tanto y puedan seguir “corriéndose” y, por tanto vendiéndose de manera continua.

Se le atribuye a Bernard London el concepto de “Obsolescencia Programada” (la práctica de acortar artificialmente el ciclo de vida de los productos con el fin de influir en los patrones de compra de los consumidores en favor de los fabricantes) quien lo propone como un remedio a la depresión económica de 1929, sin embargo lo que no logró London por ley, lo obtuvo el diseñador Brook Stevens por moda y diseño, popularizando el término en los 40's sobre la premisa de “inculcar en los consumidores el deseo de poseer algo un poco más nuevo, un poco mejor y un poco antes de lo necesario”.

Hoy en día no hay producto que no siga este lineamiento: ropa, vehículos, enseres domésticos, juguetes, productos electrónicos de todo tipo, medicamentos e incluso máquinas de producción, todo está diseñado para tener una vida efímera, todo es desechable. Si bien esta estrategia ha devenido en un potente y efectivo motor para la economía, no ha disminuido la pobreza, no somos más felices y sus efectos medioambientales producto de tanta basura, han resultado catastróficos ya que le estamos heredando a nuestros hijos un pasivo ambiental de proporciones descomunales. Países enteros como Ghana en África se están convirtiendo en auténticos basureros del mundo.

Si comparamos el costo de un producto cualquiera que nos pueda durar 10 años contra el costo acumulado de la compra anual de un producto “renovado”, y vamos sumando todos los costos asociados de materia prima, transporte, energía y mano de obra, nos daremos cuenta de la cantidad de dinero y desechos que literalmente estamos tirando a la basura. Bien promovidos, los productos de larga duración constituyen en sí un nicho de mercado espectacular para casi cualquier cosa.

Estoy seguro que muchos consumidores estaríamos dispuestos a pagar un poco más por productos clásicos y duraderos que nos acompañen toda la vida, si a la larga van a resultar en importantes economías para nuestros bolsillos y beneficios para el medio ambiente.

¿Es viable una economía sin obsolescencia programada y sin su terrible impacto sobre el medio ambiente?, ¿Es compatible un sistema de producción infinito en un planeta con recursos limitados?

Contradiciendo a los economistas “expertos” que nos están llevando velozmente al precipicio, me pregunto si no sería mejor empezar a trabajar menos, elaborando y consumiendo productos que duren más, lo que nos iría dejando un excedente de dinero con el que podríamos ir comprando otros productos duraderos, mejorando nuestra calidad de vida y disponiendo de más de tiempo para educar a nuestros hijos y empezar a limpiar el cochinero que hemos venido creando en los últimos 50 años.

 

Javier Hinojosa

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